El agua circula lentamente en el
interior del pozo, aunque suave, puede oírse su lento vaivén poco después de
haber descendido desde la superficie. El hedor es insoportable, parece mentira
que ningún vecino haya alertado a la Guardia Civil, está claro que en el
interior del pozo hay un cadáver corroyéndose. La descripción de María es la de
una joven morena de complexión delgada. El padre de María denunció hace más de quinientos
días su desaparición. La llamada fue recibida en la comisaría de policía de una
pequeña localidad de no más de tres mil vecinos. La vivienda que habitaba la joven
junto con su familia queda a tres calles de dicha comisaría de policía.
María era bastante guapa. Correspondía
la suya a la típica belleza española; ojos grandes, profundos y negros, dentro
de un rostro alargado, dividido por una nariz grande y alargada también, todo ello
enmarcado por una densa melena que descendía hasta la mitad de su espalda. Como
toda chica de poco más de veinte años que se sabe guapa, pero no perfecta,
sentía la necesidad de hacerse fotos y de colgarlas en las redes sociales para
recibir aprobación ajena. A María le encantaba comer macarrones con tomate y
carne picada, salir de compras, y ver películas de terror. Tenía una hermana menor
que ella, dos años menor que ella, con la que no se llevaba del todo bien
porque sentía que su hermana siempre estaba dispuesta a criticarla. A su madre
por otro lado la veía con una especia de aliado natural de la hermana, pues, a
su parecer, siempre mediaba a favor de esta.
Con su padre, un hombre tímido y alto tenía mejor relación, pero no una
complicidad extrema, no uno de esos apegos capaces de sostenerte en medio de
una fuerte crisis.
Dos hombres sujetan la cuerda desde
el extremo exterior del pozo, otro desciende lentamente por sus entrañas. La máscara
que lleva en la cara no evita que cada dos segundos tenga que hacer un esfuerzo
descomunal por contener una arcada. Sabe, está seguro de que va a encontrar a María
ahí abajo, a lo que quede de ella. Ya hay preparada una camilla que utilizarán
para levantar los restos.
María tenía un novio, que pasó a ser
el principal sospechoso tras su desaparición. Ramón era un chico inteligente, pero
inseguro, que como María necesitaba constantemente la aprobación ajena. Eso los
había hecho inseparables al principio, ese conocimiento de mutua atracción que
anulaba la necesidad de recurrir al juicio de terceros sobre sí mismos. Pero la
panacea acabó pronto, transcurridas apenas tres semanas. En la casa de él, en
la cama de él, ante la impotencia de ambos. Después, él empezó a decirse a sí
mismo que podía encontrar algo mejor que María. Empezó a pensar que María
estaba bien para un rato, pero no como para presentar esa nariz a su madre, no
para poner esa nariz en una invitación de boda. Y María siguió buscando el
reconocimiento que tanto necesitaba en sus ojos, que le devolvían apenas los
restos de esa admiración inicial tan pasajera.
El miembro de la Guardia Civil ha
completado el descenso. Avisa por radio a sus compañeros del exterior. Enciende
una linterna auxiliar a la que lleva en el casco con una mano, mientras con la
otra sostiene la mascarilla, intentando en vano que no se filtre ningún olor
por sus rendijas. El pozo no tiene más de dos metros de ancho. La dirección
helicoidal del agua dibuja pequeñas olas sobre la superficie, es a través de
esa cadencia intermitente que logra ver el cadáver orillado. Ha quedado atrapada
en una rama la densa cabellera negra. En el primero que piensa es en el padre
de la chica, en Nicolás, al que conoce bastante bien después de más de quinientos
días de investigaciones.
Los problemas con su padre empezaron
a raíz de la ruptura con Ramón. Se sentía estafada. Su padre le había dicho un
millón de veces que ella era la niña más bonita del mundo, y que cualquier
hombre que se precie estaría encantado de estar con ella. Sin embargo, ese
chico no lo estaba, ese chico la había despreciado, y aunque entendía sus
razones; su inseguridad, que a la postre era la que ella misma sentía, no podía
comprender por qué su padre, que había de protegerla, no la había alertado de que
algo como esto podía sucederle, más bien al contrario; le había llenado la
cabeza de estúpidas escenas románticas en las que pretendientes obsesivos se desvivirían
por ella. A esto respondió Nicolás oscilando entre la perplejidad por el súbito
cambio en el comportamiento de la hija, y la rabia por no dar con el remedio
que restableciera las cosas a la normalidad.
Y así transcurrieron los días en esa apacible ciudad de provincias hasta
su desaparición.
El cadáver presenta un deterioro
importante, aunque las condiciones del pozo, su temperatura constante, han funcionado
de bálsamo permitiendo, en buena cuenta, la conservación del cuerpo. Empieza a
atardecer cuando la polea termina de arrastrar la camilla que levanta envuelto en
una bolsa el cuerpo de María. Estefanía, la madre de María, refugia el rostro en
el pecho de Nicolás. Sus sollozos se ahogan a la altura de la axila derecha de
su marido, que impertérrito mira al horizonte más allá del pozo y la camilla.
Los vecinos en hileras, unos detrás de otros, dibujan un tapiz de expresiones
tristes. A los niños no se les permite ni jugar, ni hablar, y parece que a los
adultos les esté prohibido hasta respirar. En el momento en que la ambulancia
se lleva el cuerpo, algunos se persignan otros siguen el movimiento del vehículo
que se aleja con la mirada.
El pozo estuvo cercado veinte días
más después de la extracción del cuerpo. Alrededor del pozo había algunas
parcelas dispersas, en una de ellas la casa del presunto asesino. Un tipo de
mediana estatura, de unos setenta kilos, cara alargada y dos grandes palas imposibles
de ser contenidas por su labio ligeramente leporino. Todo apuntaba a que había
sido él desde el principio, una vez descartada la implicación del exnovio. Era
uno de los tres miembros de esa pequeña localidad con antecedentes penales;
robo, tráfico de drogas e intento de violación coronaban su expediente policial.
Ramón, lleva tres noches
prácticamente sin dormir desde que se conoció la suerte de María. Siempre había
esperado que ella estuviera en otro sitio, en un lugar alejado de la presencia
de él, que en esa ciudad tan pequeña se hacía rutinaria, y debido a la dinámica
de su relación, plagada de rupturas y reconciliaciones, asfixiante. Pero en el
fondo sabía que ella no era capaz de abandonar así a su familia, sin mantener
contacto y después de ver claras muestras de su angustia en la prensa y en la
televisión. No, María no era ni por asomo tan egoísta. Entones, ¿qué?, ¿en
verdad estaba mal?, ¿en verdad estaba herida?, ¿podía pasarle eso a ellos?
Cuando se conoció la suerte de María,
acababa de terminar el libro de Murakami, en el que precisamente el protagonista
de la novela utiliza un pozo para invocar a su mujer desaparecida. Su mujer, por un momento la idea de
envejecer al lado de María, que antes hubiera desdeñado, le parece
reconfortante. Ese sentimiento pronto queda ahogado por una profunda melancolía.
Recuerda la noche en que, en uno de los bancos que hay a los pies de la iglesia,
recostaba su cabeza en el regazo de María, mientras le decía que estaba muy
feliz, muy emocionado por ellos, y ella por toda respuesta bebía de una litrona
de cerveza y sonreía. Murakami lograba comunicarse con su mujer, aislándose en
un pozo. Pero Ramón sabe muy bien que el único pozo verdadero, el único absolutamente
real, es en el que encontraron los restos de María, su melena negra anudada a
una rama, su cuerpo negruzco e hinchado flotando a expensas de la corriente. La
estructura ósea que dio forma a su complexión delgada visible bajo lo que queda
de carne y de piel. La horrible realidad del pozo de María, nada tiene que ver
con el del japonés y su vecina “la lolita” que le cede el pozo sin cadáver y
sin hedor, con el que encontrar telepaticamente a su mujer desaparecida.