sábado, 25 de febrero de 2023

 

La sangre se confunde detrás de los focos,

ya no es roja, ya no es sangre.

Las balas se equivocan al salir de las armas,

ya no es carne lo que traspasan,

ni son sesos lo que acabó derramado por el suelo.

Del sur han llegado trayendo

cientos de años de silencio,

que es lo único que puede escuchar un Estado sordo.

 

Me detuve junto a la senda por la que se deslizaba la nieve de la alta montaña

Ni siquiera había reparado en el lago a nuestros pies,

cuando vi hincharse los labios de mi amiga al contacto con el agua helada.

Le pedía a la laguna en quechua un hijo para mí,

y besaba el agua que caía por sus nudillos,

que se atropellaba en su muñeca,

y le bajaba hasta el codo.

Esta laguna es macho- me decía-

Esta te puede preñar, a esta hay que pedirle.

El sol de la Cordillera Blanca arañaba las mejillas sonrojadas de los niños

que con su llama en brazos nos sonreían inquisitivamente.

Entonces me acordé de la bruja norteña que señaló una hoja de coca diminuta,

Una simple hoja de entre tantas,

asegurando que era nuestra hija.

Una hoja hermosa, particularmente hermosa.


domingo, 1 de septiembre de 2019



Me sujeto de la mano que siempre estuvo suave
incluso cuando no estuvo
las cosas que son y no son a un tiempo
la irremediable vulgaridad de saberte
triste o caprichoso
bondadoso, esquivo, amante
padre

lunes, 26 de noviembre de 2018

Ella tenía veinte años y mucha ilusión


El año que escribí un solo poema
Caían las palomas de fachadas abandonadas
Con sus picos araban el asfalto en busca de comida
Ella tenía veinte años
Y luego los fue perdiendo con lento tesón
Pasó el invierno que registró menos dos grados de mínima
Pasó la primavera y la buganvilla finalmente floreció
Llegó el verano y conocimos a esa chica en una guagua
A las afueras de Cuba
Ella tenía veinte años y mucha ilusión
Escribía poesía

viernes, 23 de febrero de 2018



La fila de dientes parejos
Como construcción
Como                  
             Ladrillo
Tras              ladrillo
Que mi lengua enlucía

jueves, 4 de enero de 2018

El pozo



El agua circula lentamente en el interior del pozo, aunque suave, puede oírse su lento vaivén poco después de haber descendido desde la superficie. El hedor es insoportable, parece mentira que ningún vecino haya alertado a la Guardia Civil, está claro que en el interior del pozo hay un cadáver corroyéndose. La descripción de María es la de una joven morena de complexión delgada. El padre de María denunció hace más de quinientos días su desaparición. La llamada fue recibida en la comisaría de policía de una pequeña localidad de no más de tres mil vecinos. La vivienda que habitaba la joven junto con su familia queda a tres calles de dicha comisaría de policía. 

María era bastante guapa. Correspondía la suya a la típica belleza española; ojos grandes, profundos y negros, dentro de un rostro alargado, dividido por una nariz grande y alargada también, todo ello enmarcado por una densa melena que descendía hasta la mitad de su espalda. Como toda chica de poco más de veinte años que se sabe guapa, pero no perfecta, sentía la necesidad de hacerse fotos y de colgarlas en las redes sociales para recibir aprobación ajena. A María le encantaba comer macarrones con tomate y carne picada, salir de compras, y ver películas de terror. Tenía una hermana menor que ella, dos años menor que ella, con la que no se llevaba del todo bien porque sentía que su hermana siempre estaba dispuesta a criticarla. A su madre por otro lado la veía con una especia de aliado natural de la hermana, pues, a su parecer, siempre mediaba a favor de esta.  Con su padre, un hombre tímido y alto tenía mejor relación, pero no una complicidad extrema, no uno de esos apegos capaces de sostenerte en medio de una fuerte crisis.  

Dos hombres sujetan la cuerda desde el extremo exterior del pozo, otro desciende lentamente por sus entrañas. La máscara que lleva en la cara no evita que cada dos segundos tenga que hacer un esfuerzo descomunal por contener una arcada. Sabe, está seguro de que va a encontrar a María ahí abajo, a lo que quede de ella. Ya hay preparada una camilla que utilizarán para levantar los restos.  

María tenía un novio, que pasó a ser el principal sospechoso tras su desaparición. Ramón era un chico inteligente, pero inseguro, que como María necesitaba constantemente la aprobación ajena. Eso los había hecho inseparables al principio, ese conocimiento de mutua atracción que anulaba la necesidad de recurrir al juicio de terceros sobre sí mismos. Pero la panacea acabó pronto, transcurridas apenas tres semanas. En la casa de él, en la cama de él, ante la impotencia de ambos. Después, él empezó a decirse a sí mismo que podía encontrar algo mejor que María. Empezó a pensar que María estaba bien para un rato, pero no como para presentar esa nariz a su madre, no para poner esa nariz en una invitación de boda. Y María siguió buscando el reconocimiento que tanto necesitaba en sus ojos, que le devolvían apenas los restos de esa admiración inicial tan pasajera. 

El miembro de la Guardia Civil ha completado el descenso. Avisa por radio a sus compañeros del exterior. Enciende una linterna auxiliar a la que lleva en el casco con una mano, mientras con la otra sostiene la mascarilla, intentando en vano que no se filtre ningún olor por sus rendijas. El pozo no tiene más de dos metros de ancho. La dirección helicoidal del agua dibuja pequeñas olas sobre la superficie, es a través de esa cadencia intermitente que logra ver el cadáver orillado. Ha quedado atrapada en una rama la densa cabellera negra. En el primero que piensa es en el padre de la chica, en Nicolás, al que conoce bastante bien después de más de quinientos días de investigaciones.  

Los problemas con su padre empezaron a raíz de la ruptura con Ramón. Se sentía estafada. Su padre le había dicho un millón de veces que ella era la niña más bonita del mundo, y que cualquier hombre que se precie estaría encantado de estar con ella. Sin embargo, ese chico no lo estaba, ese chico la había despreciado, y aunque entendía sus razones; su inseguridad, que a la postre era la que ella misma sentía, no podía comprender por qué su padre, que había de protegerla, no la había alertado de que algo como esto podía sucederle, más bien al contrario; le había llenado la cabeza de estúpidas escenas románticas en las que pretendientes obsesivos se desvivirían por ella. A esto respondió Nicolás oscilando entre la perplejidad por el súbito cambio en el comportamiento de la hija, y la rabia por no dar con el remedio que restableciera las cosas a la normalidad.  Y así transcurrieron los días en esa apacible ciudad de provincias hasta su desaparición. 

El cadáver presenta un deterioro importante, aunque las condiciones del pozo, su temperatura constante, han funcionado de bálsamo permitiendo, en buena cuenta, la conservación del cuerpo. Empieza a atardecer cuando la polea termina de arrastrar la camilla que levanta envuelto en una bolsa el cuerpo de María. Estefanía, la madre de María, refugia el rostro en el pecho de Nicolás. Sus sollozos se ahogan a la altura de la axila derecha de su marido, que impertérrito mira al horizonte más allá del pozo y la camilla. Los vecinos en hileras, unos detrás de otros, dibujan un tapiz de expresiones tristes. A los niños no se les permite ni jugar, ni hablar, y parece que a los adultos les esté prohibido hasta respirar. En el momento en que la ambulancia se lleva el cuerpo, algunos se persignan otros siguen el movimiento del vehículo que se aleja con la mirada.

El pozo estuvo cercado veinte días más después de la extracción del cuerpo. Alrededor del pozo había algunas parcelas dispersas, en una de ellas la casa del presunto asesino. Un tipo de mediana estatura, de unos setenta kilos, cara alargada y dos grandes palas imposibles de ser contenidas por su labio ligeramente leporino. Todo apuntaba a que había sido él desde el principio, una vez descartada la implicación del exnovio. Era uno de los tres miembros de esa pequeña localidad con antecedentes penales; robo, tráfico de drogas e intento de violación coronaban su expediente policial.     

Ramón, lleva tres noches prácticamente sin dormir desde que se conoció la suerte de María. Siempre había esperado que ella estuviera en otro sitio, en un lugar alejado de la presencia de él, que en esa ciudad tan pequeña se hacía rutinaria, y debido a la dinámica de su relación, plagada de rupturas y reconciliaciones, asfixiante. Pero en el fondo sabía que ella no era capaz de abandonar así a su familia, sin mantener contacto y después de ver claras muestras de su angustia en la prensa y en la televisión. No, María no era ni por asomo tan egoísta. Entones, ¿qué?, ¿en verdad estaba mal?, ¿en verdad estaba herida?, ¿podía pasarle eso a ellos? 

Cuando se conoció la suerte de María, acababa de terminar el libro de Murakami, en el que precisamente el protagonista de la novela utiliza un pozo para invocar a su mujer desaparecida. Su mujer, por un momento la idea de envejecer al lado de María, que antes hubiera desdeñado, le parece reconfortante. Ese sentimiento pronto queda ahogado por una profunda melancolía. Recuerda la noche en que, en uno de los bancos que hay a los pies de la iglesia, recostaba su cabeza en el regazo de María, mientras le decía que estaba muy feliz, muy emocionado por ellos, y ella por toda respuesta bebía de una litrona de cerveza y sonreía. Murakami lograba comunicarse con su mujer, aislándose en un pozo. Pero Ramón sabe muy bien que el único pozo verdadero, el único absolutamente real, es en el que encontraron los restos de María, su melena negra anudada a una rama, su cuerpo negruzco e hinchado flotando a expensas de la corriente. La estructura ósea que dio forma a su complexión delgada visible bajo lo que queda de carne y de piel. La horrible realidad del pozo de María, nada tiene que ver con el del japonés y su vecina “la lolita” que le cede el pozo sin cadáver y sin hedor, con el que encontrar telepaticamente a su mujer desaparecida.


  La sangre se confunde detrás de los focos, ya no es roja, ya no es sangre. Las balas se equivocan al salir de las armas, ya no es ca...